Confía en el proceso
- A rocker
- 20 may 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 23 feb 2023

Luego de mucha frustración y tras varios años intentando ganarse un lugar dentro del metal en México, Rodrigo Sánchez y Gabriela Quintero hicieron maletas y, a pesar de la incertidumbre, en el año 2000 partieron rumbo a Europa convencidos de que algún día el mundo conocería su música.
Eligieron Dublín, Irlanda, que habían oído suele ser una ciudad bastante acogedora con los músicos foráneos, y con más sueños que con un plan real, formaron la banda Rodrigo y Gabriela.
Diario salían a las calles a tocar para la gente que pasaba. Las monedas las recolectaban en los estuches de sus guitarras, los cuales dejaban en el piso junto a un improvisado letrero blanco del tamaño de un sobre, que tenía escrito a mano con tinta negra: "trust the process".
Veintidós años después, luego de 6 álbumes, de giras mundiales, de componer música para películas de Hollywood y de recibir en 2020 el Grammy a Mejor Álbum Instrumental Contemporáneo, no hay un solo video que graben ni un solo concierto que den, sin su improvisado y ya viejo letrero blanco del tamaño de un sobre, que tiene escrito a mano con tinta negra: "trust the process".
1.- ¿Has escuchado el silencio?
El 2015 ha sido el peor año de mi vida. En menos de seis meses renuncié a mi trabajo, mi perrita Dorotea falleció, mis papás se divorciaron y terminé una relación de siete años.
Fue mucho más duro de lo que imaginé.
Según yo, tenía clarísimo que la clave para regresar a mi felicidad era conseguir trabajo. Primero porque me ocuparía. Según mis cálculos, de las 24 horas de cada día, nueve estaría enfocado en temas laborales, dos en ir y venir a la oficina, y unas seis en dormir, así que solo tenía que preocuparme por siete horas al día entre semana.
Segundo porque tendría dinero. Según mis cálculos, con cada quincena tendría el flujo suficiente para salir con mis amigos los fines de semana (algo que ya no hacía porque me quedaban pocos ahorros), así que mi problema seguían siendo siete horas de lunes a viernes.
El plan era perfecto... en mi mente. No contaba con la depresión ni con la ansiedad. Era como si una nube negra me siguiera a todos lados, entrevista a la que llegaba, entrevista a la que me mandaban alv.
Me enfocaba, investigaba a la empresa, me arreglaba, salía a tiempo de mi casa pero, cuando llegaba la hora de la verdad, me terminaban dando las gracias, pero obvio se quedaban con mi CV porque les había encantado mi perfil.
Una vez, alguien me dijo que transmitía mucho enojo y tristeza, y que eso era lo último que un reclutador quería para su equipo. Lo difícil no fue escuchar eso, lo difícil fue que era verdad y que no lo podía evitar, sentía que me "jugaba" la vida en cada entrevista.
Así que mis cálculos se fueron a la mierda, parece que dije todo lo contrario: "no hay que conseguir chamba, hay que quedarnos en casa". Cada día era una lucha contra mi mente, no tenía ganas de hacer nada, solo me acostaba en la cama, pero en un instante sentía una desesperación que no me dejaba ni llenar los pulmones, las paredes se me hacían chiquitas y el silencio se escuchaba muy fuerte, así que, literal, huía de mi casa, pero al cabo de 100 metros ya me quería regresar. Así todo el día, cada día.
Supe que no iba a poder solo y fui a terapia; fue lo mejor que he hecho. Por supuesto fue durísimo, tuve que trabajar bastante, tuve que aprender a estar conmigo mismo, pero de lecciones aprendidas viene vida mejor.
En febrero de 2016 llegó el correo que tanto esperé por 11 meses, el que me demostró que las cosas por fin iban en el camino correcto, el que auténticamente me cambió la vida y terminó abriéndome la puerta a personas maravillosas, a aprendizajes, a retos y a mucha felicidad.

2.- La noche te trae sorpresas
La noche del 5 de octubre de 2018 me fui a dormir sin saber que a la mañana siguiente mi vida iba a sufrir un cambio drástico. Era sábado, lo recuerdo perfecto porque era el Día 1 del ForceFest 2018, así que me levanté temprano porque debía llegar al Parque de los Venados para tomar el transporte que me llevaría a Teotihuacán, sede del festival.
Desde que desperté sentí dolor en la espalda baja, pero tal vez había "dormido chueco" y no le di importancia. Me bañé, desayuné y noté que me cansó estar parado bajo la regadera. Intenté recostarme en la cama pero no pude, poner la espalda plana era muy doloroso, me tuve que ayudar de los brazos para bajar "de a poquito". Estuve así solo un rato porque no tardó en llegar mi Uber.
Bajé por el elevador, caminé cinco pasos y me subí al coche. Llegué al parque, caminé cinco pasos y me subí al camión. La contractura no cesaba, pero noté que en el trayecto me sentí bien, estar sentado calmaba el dolor y, como duró hora y media, hasta pensé que ya había pasado todo, que no tenía de qué preocuparme.
Cuando llegamos a Teotihuacán, se subió al camión una persona del staff del ForceFest para avisar que la entrada al festival estaba a un kilómetro del estacionamiento, que era cuestión de seguir los señalamientos y llegaríamos.
Me levanté y noté que el dolor seguía ahí, más punzante que nunca. Bajé del camión, no había dado ni 15 pasos cuando se me rompió la espalda. La sensación es prácticamente indescriptible, pero la mejor referencia que puedo dar es que te imagines un calambre, de esos que te sorprenden en la madrugada y hasta te despiertan, pero 20 veces más fuerte. El dolor aparecía cuando caminaba y la única forma de disiparlo era acostándome e intentando poner la espalda plana.
Estaba solo, sin la gente de staff y a un kilómetro de la entrada. Tardé dos horas en llegar a la enfermería, ya que cada 10 pasos me tenía que acostar, eran olas de inmenso dolor que iban y venían. El doctor me dijo que no entiende cómo no me desmayé rumbo a la carpa médica; me tuvo que inyectar dos veces directo a la espalda para calmarme.
Por increíble que parezca, no había forma de regresar a mi casa más que esperando el mismo camión que me había traído, pero hasta la media noche que acabara el festival. Me senté nueve horas en una silla en la enfermería y, cuando fue pertinente, me llevaron al estacionamiento.
El ortopedista confirmó una hernia discal en la columna vertebral, no hubo motivo, dice que "a veces así pasa". Aunque durante un año tomé fisioterapias para evitar la cirugía, fue inevitable y el 19 de enero de 2020 entré a quirófano. Fue un procedimiento invasivo que requirió incapacidad absoluta durante algunos meses.
Cuando creí que todo iba mejorando, una pandemia me obligó a pausar la rehabilitación, pues la verdad me preocupó contagiarme de covid, esto provocó una mala cicatrización y por ende unas fuertes contracturas que me impedían hacer lo que se supone, para ese entonces, ya podría hacer.
Por un momento se contempló que la cirugía no hubiera sido un éxito y que el separador que me injertaron se hubiera movido, ya que estaba perdiendo fuerza en las piernas y sensibilidad en los dedos de los pies. Por suerte, conocí a otro médico especializado en columna, quien me valoró y luego de unos estudios, desechó esa posibilidad y confirmó que había tratamiento sin cirugía.
Dos años después, puedo decir que tengo una espalda sana y, aunque algunos efectos secundarios no se irán, ninguno me impide llevar una vida normal. En octubre de 2021 regresé a un festival, que es una de las cosas que más amo en la vida, y la sensación fue increíble porque hubo momentos donde pensé que tal vez no regresaría a uno.

3.- Melancolía irremediable
El 11 de octubre de 1998, el día que cumplí 10 años, le dije a mi mamá que, a partir de ese momento y hasta mi último aliento, Pumas iba a ser mi equipo. No me arrepiento y lo digo en serio, fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida.
El culpable fue mi hermano. Toda mi niñez crecí viéndolo usar sus playeras auriazules y emocionarse al máximo todos los domingos de cada 15 días. Era pasión pura y yo quería eso para mí.
A los 12 años fui por primera vez al Olímpico Universitario y fue amor a primera vista. A partir de ese instante me enfermé de Pumas, no me perdía un solo partido, le pedí a mis papás que me compraran la playera del equipo, estudiaba los nombres de los jugadores y hasta me aprendí las porras que cantaban las barras. Nací para ser de Pumas.
Y qué suerte la mía, era una buena época. Al poco tiempo acabaron con una sequía de 13 años sin título y luego se convirtieron en el primer equipo bicampeón en torneos cortos. Ya ebrios de éxito hasta le ganaron un trofeo al Real Madrid en el Santiago Bernabéu. Todo eso a apenas cuatro años de haberme enamorado un domingo al medio día.
Las playeras de cada temporada siguieron llenando mi clóset, la caja donde guardo los boletos de cada partido al que voy se hizo chica, y mi amor por Pumas creció sin importar que en los siguientes siete años solo ganaran dos campeonatos.
El 22 de mayo de 2011 fue la última vez que ganamos un título y a veces es complicado asimilar que fue hace más de una década. Pero hace año y medio pasó algo inesperado, algo que despertó en mí esa pasión que llevaba ya unas temporadas en letargo: en julio de 2020, más por una decisión improvisada que por una estrategia deportiva, Andrés Lillini se convirtió en entrenador de Pumas.
El equipo recobró esa mística universitaria de jamás rendirse, de luchar con garra, de emocionar con el esfuerzo, y eso es todo lo que yo necesitaba para recobrar la fe recalcitrante que estaba extraviada.
Hace un año, al poco tiempo de que Lillini fuera nombrado DT, jugamos una final contra León y prometí que si ganábamos me tatuaría algo de Pumas, pero desafortunadamente perdimos. Solo un torneo después jugamos en semifinales contra Atlas y juré que si pasábamos a la final me tatuaría, pero de nueva cuenta no lo logramos.
¿Y si lo estaba haciendo al revés? ¿Y si en lugar de exigir, primero ofrecía? No sonaba mal, así que eso hice. Cuatro meses después, Pumas empezó a jugar bien, se repuso a varias adversidades y, pese a la poca confianza de la mayoría, llegó a la final de la Liga de Campeones de la Concacaf, la que te lleva al Mundial de Clubes... ¡el tatuaje estaba funcionando!
Me emocioné como pocas veces, sin problemas alcancé boletos para el partido, lo que consideré un buen presagio, incluso empezamos ganando el partido 2-0, pero el futbol a veces llegar a ser muy cruel. Seattle Sounders ganó.
Tenía años que una derrota no me dolía tanto. Qué difícil resultó explicarle al corazón por qué una vez más no lo logramos. Lo que sentí después, sin duda lo explica mejor el maestro uruguayo, Eduardo Galeano: "Y yo me quedé con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al final del partido".

Iba en quinto de prepa cuando escuché por primera vez Diablo Rojo. Lo único que pude hacer luego de esos 4 minutos, 54 segundos fue preguntar dónde estuve toda mi vida, cómo era posible que nunca hubiera escuchado a Rodrigo y Gabriela.
Desde hace 10 años no me pierdo un solo concierto de ellos en CDMX, pero fue en el primero, el del Plaza Condesa, cuando vi por primera vez el improvisado letrero blanco del tamaño de un sobre, que tenía escrito a mano con tinta negra: "trust the process".
Lo tomé como lema de vida. Nunca tres palabras habían significado tanto para mí, nunca me había identificado así porque ese soy yo, creo en lo que estoy haciendo, confío en que me va a llevar a donde quiero, sin importar que haya caminos más rápidos y hasta mejores.
Enfócate, ten un plan y confía en el proceso, no hay forma de que te equivoques.

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