En los abismos de la memoria
- A rocker
- 16 feb 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 19 feb 2023

Para ser honesto, no recuerdo el momento exacto en que nos presentamos, pero ese mismo día me enteré que éramos vecinos de toda la vida. Su nombre era Rafael Delfín Puente, -Como el pez que no es- Decía luego de mencionar su particular primer apellido. Cuando nos conocimos, en aquel ya lejano 2002, yo apenas rozaba los 14 años y él los 74, pero eso no impidió que intercambiáramos palabras. A partir de ese día, siempre me lo encontraba en el patio de nuestro condominio, recuerdo que me resultaba gracioso nunca haberlo visto y, de repente, empezar a verlo diario.
Era alto y de tez blanca, siempre bien rasurado. Tenía entradas prominentes, el cabello grisáceo y peinado hacia atrás, y unos ojos color verde olivo increíbles. Y siempre vestía igual: zapatos negros perfectamente boleados, pantalón gris, camisa blanca de cuadros y tirantes negros, ¡cómo olvidar esos tirantes negros! En su mano derecha descansaba un bastón que lo ayudaba con su lento andar.
Tampoco recuerdo nuestras primeras pláticas, de seguro bastante banales, pero lo que sí recuerdo es que nos necesitábamos más que nunca, él porque vivía solo y no tenía con quien pasar el rato, y yo porque quería estar el mayor tiempo posible fuera de mi casa. Todas las tardes que regresaba de la secundaria lo veía sentado en la misma jardinera, y yo apuraba el paso para irme a sentar a su lado. -¿Ganamos? ¿Cuántos goles metiste?- Me preguntaba a diario aunque varias veces ni partido había tenido.
Tal vez a ojos ajenos se veía rara una amistad de 60 años de diferencia, pero a mí no me importaba, me daba mucha paz escuchar su voz y me mataba de risa su humor ácido, siempre tenía un chiste negro que contar. En muy poquito tiempo me animé a llamarlo “Rafa”, y él lo aceptó con cariño. Adiós formalidades.
No tardé en saber que padecía enfisema pulmonar y que si lo veía todos los días sentado en la misma jardinera era porque estaba recuperando el aire después de ir a comer; le agotaba caminar largas distancias. -Como que tengo antojo de un postre- Comentó alguna vez y yo no dudé ni un segundo en cumplirle el deseo. Me ofrecí a ir a la tienda de la esquina a comprárselo; él me lo agradeció y a cambio me “disparó” una paleta de hielo. A partir de ese momento, cada día, después de comer, iba por nuestro postre, a él siempre le traía una paleta de chocolate en forma de conejo, y para mí compraba algo distinto solo para llevarle la contraria. Por supuesto, a partir de ese instante, le empecé a decir “Conejo”, y él solo se reía.
Las horas en la jardinera nos resultaron poca cosa, así que, cuando él estaba listo para volver a caminar, subíamos a su departamento. Su casa me gustaba mucho porque me recordaba a la de mi abuelita, era como viajar en el tiempo, estaba llena de objetos antiguos: varios tapetes árabes, una inmensa lámpara de araña, un biombo de madera pintado a mano, teléfonos de dial rotatorio y hasta una televisión de bulbos en la que veíamos béisbol, mucho béisbol. Pero lo nuestro era jugar UNO, nos fascinaba, lo podíamos jugar por horas. Las partidas eran bastante reñidas, tanto que a veces nos enojábamos por perder, pero rápido enfriábamos el asunto con un buen refresco y unos cacahuates japoneses, los favoritos de Rafa.
Celebré dos cumpleaños con él, me invitaba a su casa a cenar pizza y a jugar UNO y, cuando ya era tarde, me decía que fuera a mi casa porque ya llevaba bastante rato con él. Siempre le hice caso, pero nunca supo que no me quería ir, con él y en su casa me sentía seguro.
Rafa debía tener especial cuidado con las enfermedades respiratorias, ya que por su enfisema, cualquier gripe podría volverse cosa seria. Esto pasó una vez y fue bastante delicado, tanto que estuvo encerrado en su departamento una temporada, en la cual yo, con la ayuda de mi mamá, le llevaba de comer diario. Las enchiladas verdes con pollo siempre fueron sus favoritas.
Un viernes, poco después de haberse recuperado, fui a su casa a saludarlo y me contó que se tenía que mudar, que su neumólogo le advirtió que la contaminación de la ciudad no le estaba ayudando y que lo mejor era vivir en un lugar a nivel del mar. Iba a vivir en Tlacotalpan, Veracruz, en donde tenía algunos familiares. Intenté despedirme y abrazarlo, pero no me dejó, me dijo que él no se despedía. Me agradeció por todo, me escribió una carta que me entregó en un sobre verde, me deseó éxito y cerró la puerta. Esa fue la última vez que lo volví a ver.
Estuvimos en contacto por correo, me daba gusto leer que estaba bien a pesar de no tenerlo cerca, pero esto no duró mucho, ya que al poco tiempo dejé de saber de él. Escribí varias veces al correo del que me había escrito y me aparecía error, que esa dirección no existía. Tuve que aprender a extrañarlo.
Un año después, como una señal que cae del cielo, se me ocurrió visitar al administrador del condominio y preguntarle si tenía algún contacto de Rafa o de algún familiar y, para mi sorpresa, lo tenía. Alguna vez, para un trámite, Rafa le compartió un segundo número de teléfono, con LADA de Veracruz.
Aún recuerdo cómo me temblaba la mano mientras sostenía el teléfono, estaba nerviosísimo de poder escuchar su voz. Contestó su prima, le conté quién era y me dijo que no vivía con él pero que con mucho gusto me conseguía su número. Menos de una semana después, sonó el teléfono de mi casa, contesté y era él, mi Rafa. Fue una de las llamadas más lindas que he tenido en mi vida.
Acordamos llamarnos una vez a la semana. Todos los jueves a las 8 pm me sentaba en la sala con teléfono en mano a platicarle mi vida, esto lo hicimos dos meses antes de que dejara de responder mis llamadas. Me preocupé por no tener noticias de él, así que me comuniqué con su prima. Me contó que Rafa padeció una infección respiratoria y que estuvo gravísimo, incluso le dieron los santos óleos, pero que poco a poco estaba reaccionando al tratamiento. No supe de él un mes aproximadamente.
Una noche sonó el teléfono, contesté y era Rafa. Le escuché la voz cansada y con mucho miedo, como si le faltara el aire. -Iván, reza mucho por mí- Me dijo y colgó. Una semana después recibí una llamada, era su prima y al instante deduje el porqué.
La noche que murió Rafa, en el cielo lucía una luna llena espectacular.
Esto te lo escribo a ti, mi querido Rafa. Cada vez que me preguntan si creo en los ángeles les digo que sí, porque eso fuiste para mí. Apareciste en mi camino cuando más te necesitaba y, cuando tu misión estuvo completa, partiste para que siguiera por mi cuenta. Me salvaste la vida.
Te extraño, sobre todo cuando quiero platicar con alguien, y aunque me hubiera encantado conocerte más grande, para charlar de temas menos banales, agradezco el justo momento en que te saludé por primera vez.
Vives en mí y en todo lo que me dejaste.
Gracias, Rafa. Gracias, Conejo.
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