top of page

Un paradigma de (mi) miedo

  • Foto del escritor: A rocker
    A rocker
  • 25 mar 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 17 feb 2023


No me gusta que se ironice sobre el miedo ajeno, no está padre. Primero por el respeto que merecen todos y segundo porque hay una justificación muy válida que la mayoría no conoce ni entiende.


Cuando iba a la universidad, como parte del servicio social fui cada dos fines de semanas, durante un año, a una comunidad de escasos recursos. Mi trabajo era ayudar a los niños con sus tareas y organizar dinámicas para alejarlos un poco del ambiente en el que vivían.


Pero había un niño especial; se llamaba Jaime. Me caía bien porque siempre participaba y no dejaba de hacer preguntas bastante ocurrentes a quienes íbamos a visitarlo: que dónde vivíamos, que si teníamos coche, que cómo eran las escuelas "para grandes", etc.


Me enteré de que sus amigos se burlaban de él porque le tenía miedo a la oscuridad, (porque obvio a los seis años nadie le tiene miedo a eso, pfff), pero de verdad se ponía mal cuando lo molestaban, no lloraba, las lágrimas se las guardaba para la noche, pero sí bajaba la cabeza, no hablaba y se aislaba.


Nunca me preocupé en preguntar a qué se debía su marcada reacción, aunque tal vez debí hacerlo, pero estaba conforme con mi intuición: seguro, como buen niño, le tenía miedo al monstruo debajo de la cama y ya.


Meses después, la encargada del servicio social me contó que Jaime le tenía miedo a la oscuridad porque era en la noche cuando su papá llegaba borracho a casa y maltrataba a su mamá, a él y a sus hermanos.


Está pasando un tráiler

El martes 19 de septiembre de 2017 ha sido la única vez que contemplé la posibilidad de morir.


En ese entonces trabajaba en Avenida Río Misisipi, en la delegación Cuauhtémoc (CDMX), en el piso 14. Era un co-working, así que había gente en las oficinas y en las áreas comunes.


No hubo alerta sísmica, más bien no se escuchó. Estaba frente a mi computadora y un segundo después, literal, el piso empezó a brincar. Es curioso cómo funciona el cerebro ante una emergencia, lo primero que pensé fue: "es un tráiler". Jamás cruzó por mi mente la opción de que fuera un temblor.


Mi siguiente reacción fue voltear hacia mi compañero de la izquierda (gran amigo hoy, por cierto). -¿Qué es eso?- Le pregunté. No podía ser un sismo, tenía que haber una explicación, nunca había temblado así en mis entonces 29 años de vida.


Después, los gritos. Era real. Me paré y me sorprendió lo difícil que fue lograrlo, me acerqué a la puerta de la oficina con la intención de cruzar el área común para llegar al pasillo del elevador, pero ni de chiste llegué. Mi única opción fue sostenerme de un pilar que estaba dos metros a la derecha cruzando la puerta.


Estaba aferrado al pilar cuando me tomaron la mano, fue el apretón más reconfortante que he sentido, era mi vecina de oficina que tampoco alcanzó a llegar al pasillo. -Todo va a estar bien- Le dije, aunque no estuviera convencido.


Los sillones se arrastraban y las lámparas se agitaban tan fuerte que golpeaban el techo. Para no ver eso, pensé que era mejor mirar hacia la calle a través del ventanal, pero me equivoqué, el edificio de enfrente se sacudía como si fuera de goma; en cualquier momento se iba a caer, de solo pensar que el nuestro se veía igual, mejor cerré los ojos.


Si se salen, nos morimos todos

Quince segundos después el movimiento cesó, abrí los ojos y aunque se había ido la luz, alcancé a ver perfecto la nube de polvo provocada por las cuarteaduras en las paredes. Intuitivamente caminé hacia los elevadores y todos estaban ahí.


-¡No se muevan!- Gritó alguien cuando el intento de supervivencia enviaba a todos a las escaleras. -No sabemos en qué condiciones quedó el edificio, somos muchos en cada piso y podemos tirarlo- Agregó.


Es desesperante estar dos horas atrapado en un edificio que no sabes si se va a caer, tratando de controlar tu miedo y el ajeno, sin saber de tus familiares y sin poder avisarles que estás bien.


Afortunadamente, el piso de abajo pertenecía a SEDESOL y tenían un equipo capacitado en temblores. Estuvimos en contacto con ellos todo el tiempo y dirigieron el desalojo. Salimos uno a uno, en fila y por piso. 18 pisos.


El edificio de los gritos

Afuera era el fin del mundo. Olía a gas, mucha gente llorando, celulares sin red y el tráfico hecho un caos. Le mandé buena vibra a mis compañeros y cada quien tomó su camino. Yo tenía que llegar a la colonia Del Valle, a la casa de mi hermano, que es el punto de reunión familiar ante cualquier emergencia.


Caminé por Avenida Río Misisipi que se convierte en Sevilla y a su vez en Salamanca. Llegué a Yucatán, justo donde se une con Álvaro Obregón, y la calle estaba siendo acordonada por la policía. No me costó nada burlar la cinta amarilla y fue entonces cuando vi por qué estaba cerrado el paso.


El edificio en Álvaro Obregón 286 colapsó. Es impactante ver el hueco que deja una estructura y trágico ver a tanta gente corriendo cubierta de polvo. No podía dejar de contemplar la escena, me rebasaba en todos los sentidos, no se me ocurría cómo ayudar más que no estorbando.


Pude llegar al cruce con Medellín y unos metros adelante me topé de frente con otro edificio caído, este en esquina con San Luis Potosí. Ni la policía ni los bomberos habían llegado, así que pude estar, junto a mucha gente, a 10 metros de distancia.


Y entonces ocurrió lo impensable. De la montaña de escombros salían gritos desesperados; había sobrevivientes. Cuando los de afuera escuchamos eso, en un instante hicimos una fila que llegaba hasta Insurgentes y empezamos a quitar piedras a mano limpia. Era imposible no hacer algo.


A los 15 minutos llegaron los bomberos y un primer grupo de rescatistas. Héroes. Nos agradecieron el esfuerzo y nos fueron dirigiendo hasta que una hora después, activando un protocolo de emergencia, nos obligaron a disiparnos por una fuga de gas.


Aunque nadie quería irse, lo tuvimos que hacer, sobre todo cuando nos explicaron que si había una explosión solo les íbamos a dar más trabajo, así que seguí mi camino.


Cuando llegué al cruce de Medellín y Viaducto, sobre la calle Torreón, había otro edificio abajo. Ya había mucha gente ayudando y traía las manos quemadas por los escombros, así que continué a casa de mi hermano.


Llegué y afortunadamente todos estaban bien. Nos abrazamos, comí y ya con internet en mi celular, ubiqué donde necesitaban gente. Tenía la "espina clavada" de no haber terminado de ayudar en el otro edificio.


Las increíbles luces nocturnas

Intenté llegar a la calle Escocia, donde había otro edificio colapsado, pero Gabriel Mancera, desde San Borja hasta Concepción Beistegui, estaba cerrada y vigilada por militares.


Cambié de plan y quise ir al ahora famoso Colegio Rébsamen, pero la gente en el camino te decía que era imposible pasar, que incluso la prensa ya había formado un cerco, pero que había otro edificio donde se necesitaba auxilio.


Seguí a la multitud. Caminamos sobre División del Norte, pasamos el Parque de los Venados, dimos vuelta a la derecha en Emperadores y sobre Prolongación Petén, a mitad de la calle, vimos el edificio, o más bien lo que quedaba de él.


Con palas, guantes y cubrebocas que donaron los vecinos, ayudamos a sacar escombros para que los topos hicieran su parte. Tiempo después cayó la noche, lo que retrasó los rescates, pues la luz de las lámparas era insuficiente.


Casi a media noche me fui. Estaba cansado y francamente ya solo estaba estorbando, así que caminé de regreso a casa. Me preocupó que no hubiera luz, ya era tarde y no es raro que los asaltantes aprovechen este tipo de situaciones.


Pero aquí vino algo indescriptible. Caminé de regreso sobre División del Norte, di vuelta a la derecha en Uxmal y unos metros adelante vi luz. Eran los vecinos que, con todo tipo de lámparas, iluminaban el camino de quienes pasábamos por ahí, ofreciéndonos agua, comida y hasta su baño. Todos ayudando desde su trinchera.


Ese recuerdo me lo llevo a la tumba.


Mi miedo no es tu miedo

Casi cuatro años después, me doy cuenta de que aprendí muchas cosas, algunas simples como siempre tener pila en el celular y otras más complejas como saber identificar las zonas de vida en un edificio.


Ahora tomo en serio los simulacros y me molesta quienes los toman a juego o como oportunidad para perder tiempo en el trabajo. Me enoja que, en una futura situación, mi vida pueda depender de alguien que prefirió salir riéndose en lugar de poner atención.


Si tiembla me comporto, pero me da miedo, no porque todo empiece a moverse sino porque recuerdo la sensación de la única vez que juré que no la contaba.


No me molesta que se burlen de que me apuro a salir ante cualquier alerta sísmica, lo hago porque aprendí y prefiero actuar, pero no todos son como yo, a algunos sí les afecta que ironicen sus miedos solo porque en otros no causan efecto.


Acuérdate de Jaime.


Comentários

Avaliado com 0 de 5 estrelas.
Ainda sem avaliações

Adicione uma avaliação
Publicar: Blog2_Post
bottom of page